Por Emilio Antilef
Son días duros y casi demoledores para nuestro espíritu de celebración que nos distingue, guachacas o no, a todos los chilenos. Pero no deberíamos sorprendernos, porque así como el ánimo de jolgorio es parte de nuestro ser, también es cierto que hemos arrastrado maldiciones y épocas oscuras desde los días de la Colonia. El destino ha marcado este largo y delgado territorio nacional con males propios que se desparraman en terremotos, erupciones, tsunamis, dictaduras… Y además con otros que nos llegan desde continentes remotos, que ni la cordillera ni el desierto logran frenar. En definitiva, nos tocó un territorio donde se juntan desgracias y pestes. Nos hemos pasado millones de teleseries y cintas de video con plagas que hacen pocas las de la Biblia. Algunas de verdad nos golpearon duro.
En los años 20, la influenza española dejó una profunda marca en la psiquis nacional luego de haber diezmado a la población. Basta con ir a al leer las lápidas más añosas del Cementerio General y del Católico, donde hay mausoleos con tremendos familiones que redujeron abruptamente la cantidad de hermanos. Era una época con servicios de salud precarios y abundantes conventillos donde el hacinamiento era harto mayor que el que nos escandaliza hoy.
La epidemia de gripe española empezó a a fines de la primera década del siglo XX y agarró vuelo al inicio de los años 20.
Si nos pegamos un salto importante, vemos que el siglo XX cierra con los rastros del cólera y, sobre todo, del hanta virus, que generalmente hacía temer contagios en los meses de verano. Nuestras bestias negras eran por entonces los ratones de cola larga, principales portadores del bicho, tal como las ratas lo fueron de la peste bubónica medieval, que nuestros peñis no conocieron. Resulta curioso como estos animalitos colilargos de pronto adquirieron un estatus similar al de seres mitológicos o sobrenaturales que en ese entonces deambulaban por nuestro inconsciente colectivo, como el chupacabras y la rubia de Kennedy. Encontrarse con una laucha era como ver un fantasma.
El hanta sigue acechando a los campistas cada verano, pero ya no genera alaraca alguna. Ya es parte de nuestra cotidianidad. Es que tenemos un cuero duro tan duro que ni las vacas locas ni una seguidilla de erupciones volcánicas han podido perforarlo.
Vayamos ahora al año 2009 y parte del 2010. Durante el preludio del Mundial de Fútbol de Sudáfrica, estalló la psicosis de la fiebre porcina. Aunque al final se anduvo chingando, en algún momento se llegó a hablar de pandemia universal, quizás como una profecía de lo que está pasando hoy. En esos días temíamos por nuestros niños, así que todos los colegios cerraron, como si la educación fuese un caldo de cultivo de enfermedades.
Si hay un mínimo común denominador de estos episodios, es que todas estas amenazas las hemos ido enfrentando de acuerdo con lo que va saliendo en el camino, ahí es donde se arregla la carga. Poco hemos aprendido. El descuido en nuestros hábitos de higiene sigue siendo malito y por lo general nos preocupamos recién cuando tenemos al invitado de piedra en nuestra casa. Hoy es el Covid-19, que llegó con toque de queda y un poder tal que ahogó revoluciones y las mejores intenciones, dándonos un abril en estado de cuarentena.
Mañana puede que sea otra cosa, quién sabe. Pero los guachacas estamos convencidos de que el espíritu republicano que nos une prevalecerá, porque a un país guachaca no lo vencen los gérmenes ni la muerte, amén.