Ayer, 23 de mayo de 2024, murió el Premio Nacional de Arte 2007, mención grabado. Los guachacas tuvimos el honor de entrevistarlo para el número 13 de nuestra revista el Guachaca hace caleta de años, para preguntarle su opinión sobre el Bicentenario. No estaba ni ahí con el Bicentenario, pero nos contó hartas cosas más.
Era 1975 y ya había estado cinco meses preso en la Academia de Guerra, después del Golpe, sin ser acusado de nada. Pero a Guillermo Núñez se le ocurre instalar en el Instituto Chileno Francés varias jaulas con objetos en vez de pájaros, entre ellos, un retrato de Gabriela Mistral, una flor y una corbata anudada. Ésta fue el acabose: era tricolor y estaba invertida. En cuatro horas, la DINA había desmantelado la muestra y Núñez pasaría cinco meses en lugares tan siniestros como Villa Grimaldi y Cuatro Álamos. De ahí, al exilio en Francia, hasta 1983.
—En “Jaulas”, unas señoras preguntaban “¿estos son adornos?”. Y les respondía “sí señora, juegue nomás”. Pero cuando llegó la DINA lo reconocieron todo al tiro. Vieron la corbata amarrada al revés y dijeron “ésta es la bandera chilena convertida en horca”.
Y con el paso de los años, ¿siente que valió la pena?
—A veces uno piensa, “para qué diablos lo hicimos”, viendo a lo que hemos llegado, que a nadie le importa nada. ¿Han visto las manifestaciones que había en esa época? ¿Dónde está ahora toda esa gente? Esa muchedumbre está en los malls. Es posible que haya sido una locura, pero no me arrepiento de nada. Ese día, mi hijo mayor me dice “no lo hagas, porque te van a meter preso”. Era un riesgo, pero tenía que hacerlo, o si no, me daría vergüenza mirarme al espejo. Hay algo de valentía, mezclado con irresponsabilidad, y pensar “cómo va a ser tanta la mala suerte”.
Igual uno podría decir que el arte lo metió en problemas, lo ayudó a superar lo que vino después, y además le dio tema.
—Hay algo de cierto en eso. Pero esa preocupación por los temas del dolor y del ser humano, estaban desde antes. Desde niño me planteaba ese asunto y mis lecturas de muchacho, en mis tiempos de catolicismo, tienen que ver con los mártires. Después ya hay una visión más política, relacionada con las visiones más democráticas o de izquierda. Llega el golpe militar y todo lo que sólo había leído en documentos, la violencia y la injusticia, estaba en nuestra casa; los que caían eran conocidos. El tema se hizo más vital, más interior. Uno piensa que con un cuadro no pasa nada, pero me consideraron peligroso para la seguridad nacional, entonces, ¿quiere decir que el arte era un arma de verdad? Pero esto va y viene, también hay momentos de amarillismo o de cobardía.
Guillermo Núñez estudió en las escuelas de Teatro y de Bellas Artes de la Chile, trabajó como escenógrafo y recorrió Europa. A los 20 lo becan en la ex Checoslovaquia y después se instala en Nueva York. Vuelve y en 1971, cuando lo nombran director del Museo de Arte Contemporáneo, libera la entrada. “Se llenó de gente”, recuerda, “los que trabajaban ahí se desesperaban porque les ensuciaban el encerado del piso. Pero servía para poner el arte al alcance del pueblo”. Además, convoca a la colectiva “Las 40 medidas del gobierno popular”.
“Los jóvenes no sienten que el futuro les puede pertenecer”
¿Qué pasa con el arte, cuando se hace con fines que no son artísticos?
—Hay que ponerse en la situación de ese momento, para nosotros era muy importante hacer que la obra de arte estuviera, aunque sea fea la palabra, ‘al servicio de’. Mi administración del museo tenía un fin político y de apoyo al gobierno popular. Pero cuando cien o 200 pintores trabajan las 40 medidas, debían discutir en grupos una sola medida y transformarla en una obra de arte. Era muy fácil caer en el panfleto, pero ahí nunca hubo un puño cerrado. Hoy hacen colectivas sobre el vino, las flores, cómo decorar una mesa, un partido de fútbol, qué sé yo. Nuestra convocatoria era ésa.
¿Y no peligraba la autonomía del arte por presiones de políticos?
—No hubo ninguna presión. Además, esto no venía desde arriba, a nosotros se nos ocurrió que teníamos que apoyar al gobierno.
Pero cuando usted estudia becado en Praga, a comienzos de los 60, lo echan por ser demasiado abstracto.
—Estaba en una escuela de artes aplicadas. Los alumnos debíamos hacer un grabado en madera, pero antes, dibujarlo tal y como se vería en madera, o sea, el material no nos diría nada. Les dije a los otros compañeros que no, que había que trabajar directamente el material. El profesor me puso “volcán sudamericano” y los muchachos empezaron a apartarse del realismo socialista. Me dijeron por carta que ya había aprendido todas las técnicas y mi presencia no era necesaria. Pero me conservaron la beca, y seguí por dos años trabajando. 30 años después visité a ese profesor en su taller, lleno de grabados de muchachitas bailando con trajes típicos, y había dos trabajos abstractos. ¡Él pintaba escondido esas cosas! Allá había gente que tenía problemas, no les permitían ser pintores. Había uno, muy talentoso, que se puso incluso borracho.
¿Y acá no pasó eso?
—No. El PC nunca puso cortapisas a sus pintores.
Vamos a lo nuestro. ¿Qué celebrará Chile en su Bicentenario?
—No sé qué tenemos que celebrar. No hay mucho, según se ve. No soy especialista en la ciudad, pero la cantidad de gente que anda hoy esperando transporte colectivo… No sé si estará arreglado para el Bicentenario. Es un poco complicado celebrar, existen etnias muy marginadas. Ellos no lograron ninguna independencia el 18 de septiembre de 1810, ni siquiera ser considerados conciudadanos. No sé si querrán celebrar el Bicentenario.
Y el mundo artístico, ¿cómo lo ve?
—Hay muchos artistas en Chile que en cierto modo han sido dejados de lado por los gobiernos, a pesar de que el Fondart algo lo ha arreglado. Los museos no tienen dinero para comprar obras, las bibliotecas tampoco. La casa de la cultura que está debajo de La Moneda, no tiene dinero para funcionar. Y tenemos una educación bastante mediocre, los niños no entienden lo que leen.
Pero ¿alguna vez pareció que pudiera ser distinto?
—Nosotros sentimos que pudo ser distinto durante el tiempo de la Unidad Popular. Por lo menos había un espíritu de cambio. Era una cosa de entusiasmo, de borrachera, pero que tenía una visión de futuro. Ahora, en cambio, me da la impresión de que los jóvenes no sienten que el futuro les puede pertenecer.
Y si la gente no entiende lo que lee, ¿cómo interpreta lo que ve en el arte?
—Todavía quieren ver algo que comprendan, no quieren poner nada de su parte, no quieren abrirse de una manera ingenua para que lo que están recibiendo los toque directamente. Quieren que les traduzcan las emociones, hay una cierta pereza. Se necesita un mayor hábito, que la gente recorra museos o vea obras y que tengan entornos agradables en sus casas y no es el caso en la mayoría. ¿Cómo puede salir belleza en un entorno que no es gratificante?
¿Será por eso que el arte está encerrado en los museos y parece de elite?
—He hecho varias exposiciones de pegar serigrafías en la calle. Le preguntábamos a la gente qué le parecía. Algunos decían “¿qué exposición?”, otros lo hallaban fantástico y otros decían “no me parece, porque es tan hermosa que debiera estar en un museo”. La idea era sacarla de ahí, ponerla en la calle, pero había gente que quería que volviera al museo. El museo es necesario, porque hay obras que necesitas verlas con más detenimiento. Esto de la calle, más que una acción de tipo política, de llevarla al pueblo, era colocar la obra en situaciones de riesgo. Muchas veces cogían una puntita, la despegaban y se la llevaban, otros escribían cosas arriba. No me siento un ángel salvador que quiere llevar el arte al pueblo. Hay una suerte de elitismo en estas experiencias, si lo hablamos honestamente. Si hablamos para la galería, vamos a decir que estamos regalando. Pero de todas maneras es un regalo a la ciudad, porque la obra o queda o permanece algún tiempo.
Entonces, ¿el arte está destinado a una elite?
—Sí y no. Tienes que tener una serie de antecedentes, de historia del arte, de las dificultades del asunto, conocimiento de la vida. Si queremos gozar realmente, es para elite.
¿Y le parece bien?
—Me parece que es así.
Pero en la UP, por ejemplo, ¿el objetivo no era masificar el arte?
—Esa era la idea. Pero hubo experiencias curiosas. Unos alumnos de la Universidad de Chile fueron a pintar a una población, siguiendo las huellas de las brigadas muralistas. Pero después de conversar con la gente, pintaron las murallas de verde, para que hubiese un poco de verde.
“En este medio hay deshonestos”
Núñez trabaja en óleo, acrílico, serigrafía, instalación, dibujo, pintura y también es poeta. Puede ser tenebroso al darle al color una oscuridad y frialdad impensables, en “El jardín de los jardineros” (1974) o “El silencio que no se inscribe”. Pero también ha intentado atrapar en una visualización de lo infinito al espacio y al tiempo, en obras como su serie “No hay tiempo para el olvido” (1963). Conoció el pop arte viviendo en Nueva York, y lo despreció por banal, pero después descubrió sus potencialidades. Además fue un precursor del poster en Chile. Dos líneas que se juntan en su serigrafía “Desármelo y bótelo. Peligroso juguete móvil para uso antipopular” (1970), que contiene a un carabinero para desarmar.
—Era del Grupo Móvil de la época, claro, ahora esas fuerzas son más “especiales” (ríe). Cuando era candidato el presidente Allende, cada artista mandaba un cuadro y se mostraban. Pero se me ocurrió que cada uno hiciera una serigrafía, y así 40 pintores podían exponer simultáneamente en 80 lugares de Chile. Los llevamos a la carpa del Tony Caluga, y la gente los compraba. Se llamaba “El pueblo tiene arte con Allende”. Los vendíamos como afiches, al equivalente a $ 2.000 de hoy.
Hablando de plata, usted que ha estado fuera y dentro del país, ¿cómo se vive del arte?
—Trabajando en otra cosa. En Francia compraban todas las serigrafías, pero acá, ni los catálogos. Yo hago afiches para la Fundación Neruda, las ventas de dibujos y pinturas son muy lejanas. Además, a uno le roban muchas obras y después aparecen en el Bío Bío. De la mayoría de las cosas que andan por ahí no me ha llegado nada. Ahora mismo hay un galerista que vendió un dibujo mío y todavía no me paga. En este medio hay deshonestos. Y los coleccionistas son gente que quiere conseguir gangas. Se supone que los artistas vivimos del aire y nuestra flor emblemática sería el clavel del aire. Ahora querían hacerle un homenaje a Gonzalo Rojas en la Biblioteca Nacional, la única condición era que compraran el “Libro del artista” y dijeron que no tenían dinero. Nosotros tenemos que hacerlo todo gratis, no se concibe que haya que pagarle a un artista.
Usted ya ha ganado tres veces el Altazor (Todo en ti fue naufragio”, 2005; “Tiro al blanco”, 2003; “Libro de artista”, 2006). ¿Pensaba que le podían dar el Premio Nacional de Arte?
—No creía que me lo fueran a dar nunca, pero es agradable. Cuando me llamó la ministra fue muy emocionante, ahora ya es casi una molestia, porque uno pasa a ser otro personaje. Me llega una carta que dice “Señor Luis Núñez”, sigue con el comunicado de prensa de cuando me dieron el premio y firma Soledad Alvear. No tiene idea quién soy yo, ¿para qué mandó esa carta? Y lo mismo el alcalde de Santiago, todos le escriben a Luis Núñez y lo invitan a lados que a mí nunca me han invitado.
¿Y cómo son sus compradores?
—La venta más masiva fue en la Estación Central a $100, compraron mil o dos mil personas.
“No me moviliza esto del Bicentenario”
En la mayoría de los grabados de Núñez se adivinan muñones o huesos, suspendidos en el tiempo y vitalizados, paradójicamente, por sangre. Transmiten, muchas veces, una experiencia de dolor o el recuerdo o la premonición del horror. Pero ése es sólo el comienzo de la obra.
—En “La Quinta del sordo” (sobre la barbarie humana), la gente salía llorando. En una exposición mía en Alemania entró un grupo de muchachos de un liceo, una chica dijo “esto es una carnicería”. Después de un rato, la misma chica preguntó “¿Y qué significa esto? Y le respondí “tú lo entendiste muy bien desde el principio”.
¿Y no le da susto convertir en belleza lo que por sí es horrible?
—Ese es un problema que tengo constantemente. He buscado mucho la fealdad y siempre se escapan estas bellezas. Es un poco indecente transformar estos horrores en belleza. Está todo mezclado, me interesa ser marginal, pero al mismo tiempo conocido; ser elitista y ser comprendido. No puedo hacer una obra panfletaria, pero el panfleto está dicho de otra manera. Trato de ser más oblicuo, no mostrar la cara de un tipo torturado sino lo que tiene por dentro. En muchos casos, utilizo al revés las reglas de composición que existen para la armonía, de forma que el espectador se sienta incómodo, y reflexione.
-¿Cómo fue su relación con Roberto Matta?
—Especial. Lo conocí cuando tenía 23 años, en París. Era como un papá mío, yo era un cabro chico y me tomaba en serio. Conversaba con uno de igual a igual. “Yo no soy un pintor”, decía, él es un filósofo, poeta y con una verborrea… Hablaba y te producía tal entusiasmo. Él pintaba en cinco minutos. Pero aquí nadie le daba pelota, decían “¿quién es ese huevón?”
¿Y, volviendo al Bicentenario, no le dan ganas de hacer algo especial?
—Qué podría hacer… Tendría que ser algo muy constreñido, pero que expresara un total, casi representar a un país. No me moviliza esto del Bicentenario, en cambio, en la UP se nos ocurría cada cosa… “Eres el ideólogo”, me decía un amigo, porque tenía tantas ideas.
Romina de la Sotta
Christian Stüdemann