Como ya está por terminar el año, quisimos recordar uno de los hechos más trascendentes del 2019, un acontecimiento que le cambió la cara a Santiago y dejó a muchos con los pantalones a media rodilla.
Por Emilio Antilef
Dentro del Santiago que definitivamente se va, hay un par de cines que, como dos hermanos gemelos, se cruzaron más de alguna vez en el camino de los compipas que recorren el centro. Se trata de dos salas que, con la misma dimensión y medida, le dieron un espacio al cine en tripleta de rotativo que, mediante unas escaleras, sumergían al paseante en chispas del séptimo arte. Arte de todo tipo, en todo caso, ya que de joyitas de cine familiar o clásico se iban al verdadero porcino con otras cintas protagonizadas por actores vestidos de adanes y evas en permanente acción. Eran más adanes, eso sí, los que terminaron ocupando las butacas aquellas, donde por más de 65 años, el alma errante pudo tener en su panorama céntrico al Nilo y Mayo, las salas siamesas que, como el City y el York en paseo Ahumada, abrían sus puertas y cortinas a espectadores que bien se pueden contar por miles. Cada una de las salas tenía espacio para 800 personas.
Hasta los 90, el cine tenía divisiones muy claras: El Mayo para las películas de acción, terror y karate y el Nilo nada tenía que ver con Egipto, sino con un erotismo que, hasta entonces, era más insinuante que evidente. Las películas italianas, esas con mamis del estilo de Ornella Mutti, Gloria Guida o Stefania Sandrelli, eran el plato fuerte en ese Nilo donde los mirones hacían su festín aparte. Mientras que del Mayo podían salir familias o esos compipas cinéfilos a los que les gustaba complementar la visita al centro con un programa triple variado y movido. Así funcionaba ese par de cines ubicados a una cuadra de plaza de Armas, que desde sus inicios lucían detalles esplendorosos como barandas de bronce, cortinas de rojo terciopelo y una pintura del gran Nemesio Antúnez que claramente no se complementaban con el contenido de las películas que fueron aumentando de tono con el tiempo y mostrando presas de todo tipo.
Nadie reclamaba por el hecho de saber que el cine era lugar de encuentro clandestino, club social para los cabros que daban rienda suelta a sus disfrutes en un ambiente de caballerosidad donde no eran las peleas las que abundaban, sino una complicidad entre quienes se pasaban el dato. No nos hagamos los lesos; si buscamos en la memoria, más de algo hemos oído y sabido de estos dos cines que hoy ya cerraron sus puertas, pero con una cantidad de historia, pelambre y salidas de closet que solo se daban ahí.
Para el año 2000, ya el cine Mayo pasó al porno fuerte, al triple equis, y lo que exhibía la pantalla era apenas una excusa para todo el movimiento que ocurría generalmente en las últimas butacas. Rescatamos esta leyenda porque representa un mundo subterráneo santiaguino que, entre galerías famosas por sus joyerías, peluquerías y tiendas de ropa infantil, abría sus puertas a todas las audiencias y tendencias. Se destapaba ahí una tremenda olla de emociones, una cazuela de sensaciones, algunas a toda luz y varias que se prefirieron quedar en lo oscurito de lo prohibido, entre caballeros que se citaban con la lógica de «todo está permitido». Un espacio democrático y republicano, sin duda alguna, pero donde era mejor mantener la discreción y las apariencias, también. Lo que pasaba en el Nilo y Mayo ahí quedó, como un secreto bien guardado en el silencio que hoy despide a estos cines que, desde sus carteles, anunciaban programas «muy especiales».